Corrían tiempos de la dinastía nazarí cuando el alcaide de la fortaleza contaba con un harén de 52 esposas y más de 100 concubinas. El hombre extremaba hasta tal punto el celo sobre su compañía femenina, que se hizo fama en aquellos lugares “la mujer del saco”. No era invento de madres para asustar a sus críos, sino que consistía en lanzar, metida en un saco desde lo alto de la torre del homenaje, a aquella desdichada que se le ocurriera coronar la frente de tan atareado dignatario, con alguna aventura. Para esto contaba con la complicidad de un par de eunucos.
Este dúo fue quien delató las salidas de Layla, una noche sin Luna por el postigo de la muralla baja, para encontrarse con Wasim, un joven cultivador de claveles, al cual conoció con motivo de algunas entregas en las fiestas del palacio.
Las cañas de azúcar de la vega crujieron bajo el embate de los cuerpos, fue la pareja quien más dulce puso en el exprimir de sus anhelos ensamblados, crecimiento desmesurado de la raíz del deseo, enredadera de mil abrazos culminados en un amanecer prohibido. Pero hubo algún testigo más que los grillos y los ecos de las olas contra el peñón.
La sentencia no se hizo esperar cuando el enfurecido gerifalte oyó el relato de su doméstico, al amanecer del día siguiente volvería a celebrarse tan macabro ritual. Layla fue ensacada y confinada en una torre del ala Norte, bajo la custodia de una pareja de benimerines.
Wasim lejos de amilanarse, al caer la tarde se disfrazó con barbas y atuendo de pastor, se hizo franquear el paso al recinto fortificado con la excusa de traer un cordero, como presente para la fiesta que daba el alcaide, cada vez que despeñaba a una desleal.
Justo en el ventanuco que daba a la sala de los fieros guardianes de su amada, el joven quemó unas hierbas que llevadas por el poniente dejaron a los guerreros sumidos en el más profundo de los sueños. Liberó de tan indigna envoltura aquel volcán de sensualidad, lo sustituyó por el gran borrego. Luego se descolgaron en medio del fuerte aguacero, por los riscos hasta el paseo de los jazmines, para huir montaña arriba por la garganta del río Verde.
Cuando el saco se rompió en medio de la expectación del pueblo y vieron asomar la retorcida cornamenta, un coro de carcajadas atronó los oídos del doblemente cabreado jerarca. Quien jamás pudo apresar a los fugitivos además, fue destituido por el rey nazarí por ser incapaz de mantener la seguridad del baluarte que le fue asignado.