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Claustro de la abadía del monte Saint Michel. Francia. |
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os vigilantes nocturnos coincidían
en sus versiones sobre un coro de adolescentes que se oía a medianoche, con la
primera luna llena de julio, entre los muros de la abadía del monte Saint
Michel, en Normandía. Los cánticos cesaban bruscamente, para dar paso a una ruidos de carreras y alaridos que ponían los pelos como escarpias.
Decidí
investigar aquel fenómeno de forma un tanto heterodoxa. Mediante un canal
musical con el más allá. Formamos un equipo de tres intérpretes musicales: Odette
(arpa); Lorraine (violín) y Camille (flauta travesera).
Organizmos tres equipos, cada uno compuesto por una artista musical y un ayudante con
cámara estereoscópica, enfoque “full frame” con ISO muy elevada. Cada uno de
ellos instalados en una sala con mayor frecuencia de anomalías.
A los
pocos segundos de iniciar Camille el adagio de Albinoni, la enorme rueda que
servía para izar las provisiones a la parte superior de la abadía comenzó a
girar con hirientes crujidos de madera. Insistí por el intercomunicador a la
asustada flautista que no detuviese su interpretación. El sensor de la cámara
recogió la dinámica iluminación que se proyectó sobre las columnas.
Cerca de
las antiguas mazmorras Odette alivió la densa atmósfera con la sinfonía nº 40
de Mozart. Las bóvedas nervadas se tapizaron de formas circulares sobre fondo violeta.
En la basílica,
Lorraine acometió el primer movimiento del concierto para violín en Re mayor
Opus 61 de Beethoven. En la descomunal nave gótica, la noche dio paso a una luz
intensa. Las voces femeninas ahogaron las notas de la cuerda con las Cuatro
canciones para coro op. 44 de Brahms.
En la
chimenea de las cocinas apareció la silueta de un ser diabólico. Gritaba por
escapar de aquel espacio. Un esqueleto se agitaba en el fondo de un foso. Agua
y fuego emergían por unos arcos. Me situé en el crucero de la abadía y me
dirigí a las galerías laterales con toda la fuerza de mis pulmones: “Estamos
aquí para ayudaros. Por favor, decidnos cómo y lo haremos”.
Una voz
en francés, un tanto anticuado, explicó: “Somos 21 alumnas de un liceo de Fougères,
fuimos secuestradas y torturadas por los nazis, acusadas de colaborar con la resistencia.
Queremos que sean hechos públicos los nombres de quienes cometieron los
asesinatos. Todos están enterrados en el cementerio alemán. Sus nombres son:
…”. Detalló la lista de culpables.
A la
mañana siguiente fuimos al cementerio, buscamos las lápidas correspondientes y
marcamos con pintura roja la leyenda en alemán: Teen Mörder (asesino de
adolescentes). La abadía ha recuperado su calma habitual y su trasiego de turistas.