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Abrielillo conocía el cerro de la Jaula y la loma de Rengel tan bien como cada una de las cabras que cada día pastoreaba. Su deambular le permitía tener un censo mental de todos y cada uno de los moradores de los cortijillos que se aupaban en las empinadas laderas.
Llegado el Domingo de Resurrección decidió que el también tenía derecho a participar en la secular tradición de pelar la pava como el resto de los mozos. Carmen, la morena de ojos claros del cortijo de Pepe el Cojo, hacía tiempo que le rondaba por la sesera. Encaminó sus pasos hacia allá. El colega, huérfano de padre desde los ocho años, no tenía ni para una bici. Encontró a la hembra de sus sueños subiendo un cántaro desde el pozo. A ella le costó admitir la conversación banal del chaval, atrevimiento que se tomó porque su padre se había ausentado a tratar unos asuntos de semillas en el pueblo, que si no ni flores.

Nuestro cabrero salió despavorido arroyo abajo, al tiempo que soltaba alguna maldición: “Así críen jaramagos todo tu cortijo y se paseen las culebras por el ‘sumier’ de tu cama”.
Lo mismo tuvo algo de visionario el improvisado cantaor, ya que el lugar es pasto de la ruina. El ex cabrero se hizo concejal de urbanismo de un municipio costero a finales de los 80. La correlación entre el patrimonio particular y la proliferación de urbanizaciones, medida según el coeficiente de Pearson, arroja r=+1. Para legos en estadística, a mayor terreno recalificado más amasaba el que cambió la honda por un despacho.
El cortijero, acuciado por la falta de subvenciones a sus cultivos y la sequía del pozo, vio como su niña se casaba con un tratante de caballos, para tener que divorciarse a los pocos años por los malos tratos que recibía de aquel animal.

PD. Todo lo aquí relatado, en cuanto a personajes y situaciones, es producto de la imaginación ante cualquiera de los parajes tan sugestivos como presenta la Axarquía.