Puente de Carlos V, sobre el río Moldava, Praga. Foto propia. Por azar dos manos coincidieron aquella noche, justo en el pretil sobre el río Moldava, donde riadas de turistas repetían, sin mucha credulidad, el ritual tan sobado por los guías de todos los pelajes: pedir un deseo con toda el alma, para que se convierta en realidad. Un cruce de miradas ensambló de un plumazo todas las piezas, rotas por el camino de años.
Los destinos de Ana y Alberto, hasta entonces completos desconocidos, quedaron trenzados a partir de una noche especial. Cena en un restaurante modesto de la calle Nerudova, marcharon comprimidos los labios en el destartalado tranvía de la línea 11. La contabilidad de las paradas hasta el hotel de ella falló, por lo que terminaron junto a un antiguo depósito de locomotoras de la época rusa.
A la una de la madrugada aquella periferia de bloques “paneliski”, tan clónicos como oscuros, se convirtió en el naufragio más desesperante. Casi a tientas, recorrieron en sentido inverso los raíles de aquel pérfido enviado del dios Caos. Al cabo de 800 metros doblaron una cerrada curva, que albergaba la parada clave que antes pasaron de largo. El ritmo cardiaco saltó a anaeróbico, al divisar cinco manzanas más allá el débil rótulo con la palabra mágica: hotel Europa.