Oporto se merece ser bebido a sorbos cortos, sin prisas, dejar que la romántica decadencia de su casco histórico embriague al visitante. Quien vaya con la idea preconcebida de hallar un patrimonio urbano en perfecto estado mejor que aparque sus planes, por doquier se precisan muchos fondos para restaurar el sinfín de inmuebles que claman al cielo, mientras que el pragmatismo les da la espalda y apuesta por las avenidas con muchas alturas, más proclives a la especulación.
Llama la atención en un centro comercial que tenga más éxito un local dedicado exclusivamente a sopas tradicionales (servidas en generoso lebrillo más que plato), en vez de la comida “franquiciada” de los yanquis. Si estos portugueses tuvieron la sapiencia necesaria para elaborar un exquisito vino, ¿por qué no habrían de tenerla para seleccionar el almuerzo?
El puente Luis I; las embarcaciones sobre el Duero, otrora transporte obligado de toneles; la profusión de azulejos y los tranvías son la seña de identidad de esta urbe que deja sentir su bouquet largo, añejo y redondo.