El segundo día de periplo, por tierras de vikingos, nos deparó que fuéramos todos como corderitos al autocar, por suerte pudo el conductor evitar llevarse uno de verdad por delante. Hoy se hace más llevadero el trayecto, atravesamos el Storfjord, para continuar por el idílico Geiranger. Descendemos por la carretera del águila, excavada en la cornisa de granito de la montaña, un merengue para ciclista con ganas de escalar.
El fiordo está muy concurrido por lo que coincidimos con otros viajeros que hacen la ruta en cruceros de diversos portes, algunos afortunados se dan el gustazo de recorrer el fiordo en helicóptero.
Unas gaviotas se aproximan con milimétricos planeos a la cubierta del barco, donde comen de la mano de algunos pasajeros galletas y similares, la alimentación de las aves se interrumpe al pasar por la catarata llamada de las Siete Hermanas, si bien algunas están más escuálidas que otras, el cambio climático empieza a dejarse sentir. Encontramos en las riberas varias cabañas cuyo único medio de comunicación con la civilización es la vía marítima, todo el entorno es una postal labrada por la naturaleza. Tras el desembarco ponemos rumbo terrestre hacia el glacial de Briksdal, haciendo escala en el lago Hornindals, el más profundo de Europa.
La aproximación a pie al glacial supone un respiro de tanto vehículo. Un nutrido grupo de japoneses optan por el pago de 20 €, para ser transportados en unos vehículos parecidos a los usados en los campos de golf. Hasta hace unos años el desplazamiento se podía hacer en carretas tiradas por caballos, pero un día uno de los equinos se tornó rebelde pendiente abajo y desparramó a 16 orientales por un barranco, por lo que se acabó la tracción animal.
El deshielo del glacial deja unos ríos que bajan con tal ímpetu, que al pasar por el puente la ducha está asegurada, entre el arco iris que nos recibe.